De los más de 100 años de historia del cine, el formato de 8mm protagoniza gran parte de ellos. Surgió en los años ’30 y con él se implementó el uso doméstico de las videocámaras. Hace 50 años esa película se mejoró con la aparición del Super-8, superior en cuanto a calidad, definición y simplicidad. A día de hoy sigue vigente, e incluso sigue desarrollándose con nuevos modelos que conjugan este formato analógico con las ventajas del digital.

El celuloide continúa presente y no solo por su “encanto” para los más nostálgicos. Al grabar con este tipo de cámaras hay una serie de implicaciones que en la era digital se han perdido. Entre ellas, la imposibilidad de ver el resultado final hasta el revelado hace que el diseño de cada escena o secuencia deba ser mucho más meticuloso y planificado. Incluso el propio ruido de la cámara, tan característico, crea la consciencia en el equipo de rodaje y en el espectador de que se está filmando.

Las posibilidades que ofrece son numerosas. Hacer sobreimpresión sobre película ya grabada, cortar y pegar manualmente, conseguir colores, tonos y texturas únicos… ¡no hay filtro que reemplace todo eso!

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