Si bien las políticas de visibilización son una herramienta necesaria en el camino hacia la normalización, una sobredosis de las primeras, toda vez se ha alcanzado el objetivo, puede resultar contraproducente.

Lejos de celebrar en amor y compaña la batería de justos derechos adquiridos en las últimas décadas por el colectivo LGTBI, los impulsores de este movimiento parecen recorrer, con la complicidad de las administraciones públicas, un camino en sentido inverso al pretendido en primera instancia. Y es que la saturación de mensajes y homenajes, así como la mal llamada discriminación positiva, guardan cierta incoherencia con la búsqueda de la verdadera normalización mediante las múltiples campañas temáticas que se están sucediendo a lo largo de los últimos días.

En pleno siglo XXI el movimiento LGTBI ha perdido su esencia para convertirse en una corriente ideológica, excluyente y contraria, paradójicamente, a los principios de igualdad que inspiraron las primeras reivindicaciones. Toda una vuelta de tuerca politizada, pues en nada tiene que ver la orientación sexual de cada cual con su, por ejemplo, modelo económico preferido. Hasta tal punto es así que en la actualidad existen ‘LGTBIs’ buenos y malos. O se es correligionario a pies juntillas o se es una especie de persona non grata dentro de un movimiento hoy en día desnaturalizado en lo que a exigencias se refiere.

Como en toda campaña que se precie, no estaría de más que los abanderados multicolor volviesen a enfocar sus objetivos para abogar más por la verdadera normalización –ya conseguida en gran parte- que por una redundante visibilización, especialmente en sociedades tan garantistas como la española.

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